En la primera imagen, vemos tres manos humanas dibujadas con gran detalle, flotando en un espacio vacío como si no pertenecieran a un cuerpo visible. Cada mano ejecuta un gesto distinto, cargado de intención. La primera, con los dedos formando un círculo, parece invocar o concentrar una energía invisible. De sus dedos emana una línea sutil que recuerda al humo o al viento, como si la magia respondiera al llamado. La segunda mano se eleva, con los dedos tensos, casi como si sujetara algo intangible: una chispa, una promesa, una invocación. La tercera apunta o señala, con el índice extendido y el resto de los dedos recogidos, sugiriendo que algo está por aparecer.
Estas manos no están solas: están activando algo más allá del papel, más allá de la vista. Los pequeños símbolos flotando a su alrededor —un remolino de humo, una línea curva— refuerzan la idea de un ritual en proceso. El movimiento de las manos es coreografiado, antiguo, poderoso.
Y entonces pasamos a la segunda imagen, donde la consecuencia de esa magia se revela.
Emergiendo de la nada, de un espacio etéreo o espiritual, aparecen dos patas cubiertas de un pelaje espeso y oscuro. Las garras afiladas tocan el suelo —o el plano del dibujo— con una mezcla de amenaza y solemnidad. Estas no son patas comunes; parecen pertenecer a una criatura invocada, una bestia ancestral despertada por el gesto de aquellas manos. El detalle del pelaje sugiere algo salvaje pero sagrado, y su postura firme y contenida transmite respeto hacia la ceremonia que le dio vida.
Así, ambas imágenes forman una sola historia visual:
Una invocación a través del gesto. Un ser traído desde otro plano. Manos que abren portales, y patas que cruzan hacia este mundo.